Suele pasar que los mejores
momentos del día, los que se recuerdan antes de irse a dormir, están en cortas
y graciosas situaciones.
Son las cuatro y media de la
tarde, día soleado (raro) en una estación de tren en el norte de Inglaterra. La
estación es ruidosa (normal), está limpia (poco habitual) y (como siempre) está
abarrotada de gente (me asusta un poco, aún no he pasado por allí las
suficientes veces, pero me gusta). Los andenes esperan con mucha gente a sus
orillas, inevitable pensar a dónde van, o de dónde vienen, me gusta ese sentimiento
agridulce que chirría y se disuelve con la llegada de un tren sobre los
laberínticos raíles.
Pero hoy decido no quedarme en los
vagones, ni en los silbidos de salida, podría… bien merecen unas letras. Prefiero
quedarme antes, en el amplio vestíbulo de entrada, bajo los paneles que
centellean las horas de partidas y llegadas. Pienso que es, a su manera, una
especie de plaza Mayor, delimitada por tiendas y cajeros, con una estatua imponente
en el centro y banquitos alrededor con gente que, en este caso espera, pero a
la vez, disfruta leyendo, conversando o, actualmente, deslizándose por las
pantallas de los acaparadores Smartphone.
En mi caso estoy hablando
amenamente por el móvil. Al otro lado de la línea una persona, a la que tengo
cariño, me ametralla con una historia significativa que le ha ocurrido hoy, escucho
atentamente, me río, comento, mientras también me veo las uñas (podría
habérmelas arreglado), miro a mi alrededor, observo el movimiento que tiene
esta ciudad que no parecía tan agitada. Es entonces cuando algo despierta mi
curiosidad, distraigo un poco mi atención del teléfono. Se trata de un chico moreno,
diría que parece Español, calculo que tendrá 25 o 26 años, de actitud
divertida, natural, fresca, viste de una forma casual, como se dice ahora, me
llama la atención que marca su estilo personal con una boina que lleva con
gracia, sin modas, porque le apetece. No puedo evitar recordar a Brad Pitt al
que también le apasiona el estilo Oliver Twist. El chico se detiene cerca, en
un puesto pequeño de comida rápida. El tendero es un hombre alto, negro,
fuerte, calvo, tendrá unos 40 años, parece cansado, pero no duda en aprovechar
cualquier oportunidad para atender una cara amigable con amabilidad y una gran
sonrisa, con la que es complejo toparse hoy en día. El chico pide una
hamburguesa, y apuntilla “por favor, póngala para llevar”. Es entonces cuando
el tendero cómicamente se da la vuelta, risueño, quizá es su momento menos
rutinario del día, el más divertido, el que recordará al atender al próximo
cliente o al irse a dormir, quizá el chico también lo recuerde, yo lo hago, y él,
que parece llevar ya mucho tiempo haciendo lo mismo, le dice entre carcajadas “podría
pasar a la cocina si quiere… ¿para qué otra cosa voy a ponérsela?”. El chico se
da cuenta de su tonta petición, se sonroja, sonríe tímidamente, luego ríe algo
más fuerte, después de un día de trabajo cualquier motivo es bueno para ello,
comparten una mirada cómplice mientras el joven trata de disculparse diciendo
que ha madrugado mucho, es final de semana y el cansancio pasa factura.
Al otro lado del teléfono escucho
un “¿Qué te parece? Y ahoooora… voy a contarte lo más divertido de todo…”. Sigo
atendiendo la llamada mientras pienso que yo también he vivido un momento
divertido, de esos que pasan fugazmente, de manera inesperada, que es difícil
de contar y comprender para los que no han estado allí, de esos que buscas a propósito
y a diario para sonreír, para divertirte y hacer la vida más llevadera.